Joyas con caspa para recordar a los difuntos

Se acerca el Día de Todos los Santos, y nosotros empezamos a recuperar la actividad después de unas semanas en estado de letargo. Así que no se nos ocurría mejor manera de hacerlo que con esta colaboración que nos envía Carlos Prego, periodista del Faro de Vigo:

A cambio de un buen puñado de euros hay empresas que pueden convertir al abuelo en un diamante reluciente. Tuviese un corazón de oro o de piedra, así fuese un pedazo de pan o más duro que una roca, gracias a las nuevas tecnologías la firma suiza Algordanza es capaz de transformar las cenizas de un finado en brillantes gemas. “Solo” es necesario tener prensas lo suficientemente potentes como para someter el carbono a un proceso de grafitización que, en condiciones naturales –a unos 200 kilómetros de profundidad–, dura entre 1.000 y 3.300 millones de años. Y varios miles de euros en el bolsillo, claro está. Lo de lucir al abuelo, la suegra o al noviete en una joya una vez difuntos, sin embargo, no tiene nada de moderno.

Inquietante, ¿no?

Ya a principios del siglo XIX, cuando intuyó que se acercaba su final, la desdichada princesa Amelia de Reino Unido mandó que le cortaran un rizo para engarzarlo en una sortija que más tarde regaló a su padre, el rey Jorge III. Todo un detallazo que sentó al monarca como una patada en sus nobles partes. Se cuenta que la moribunda Amelia quiso colocarle ella misma el anillo, en el que mandó grabar la inscripción “Acordaos de mí después de que yo no exista”. Todo un trago. Ese mismo año, 1810, la delicada salud de Jorge se resintió. Un año después el rey estaba tan trastornado que decidieron confinarlo en el castillo de Windsor, donde terminaría sus días en 1820. Allí sufría de alucinaciones y arrebatos de logorrea. O lo que es lo mismo: el monarca se tiraba horas y horas dándole a la lengua sin parar. Se cuenta que llegó a echarse más de 24 horas de charleta incontrolable, sin pausas, y que incluso mantenía distendidas conversaciones con patos y ocas.
Anillo de luto de oro que contiene el cabello trenzado 
del difunto.  1750-1800. Birmingham Museum.
Lo de los pelos, las joyas y los muertos alcanzó mucho más éxito del que se pueda imaginar hoy en día. Sobre todo durante la época victoriana. Mucho antes de eso, o del desafortunado regalo de Amelia, ya se tiene constancia de la existencia de alhajas que incorporaban el piloso material. En el palacio de Rosensborg, en Copenhague, se conserva un brazalete de diamantes con un mechón que Christian IV (1577-1648) regaló a su esposa Ana Catalina. En plena ebullición del Romanticismo, cuando los jóvenes devoraban con el corazón inflamado las cuitas del Werther de Goethe, lo de lucir colgado al cuello un mechón de la amada fenecida fue una idea que gustó. Y mucho.
Como recuerda la historiadora Nuria Lázaro Milla, durante el Romanticismo el arte de elaborar alhajas con cabellos se convirtió en toda una tendencia. Se hacían colgantes, brazaletes, broches, dijes, cordones, pendientes… que mezclaban el pelo con marfil, oro, plata o nácar, esmaltes blancos o de un negro luctuoso. Las piezas iban mucho más allá del simple guardapelos: eran auténticas virguerías que requerían de una habilidad especial. Uno de sus grandes maestros fue el prestigioso Gabriel Lemonnier, joyero de la Corona de Francia desde 1853. Su depurada técnica a la hora de quemarse las pestañas cortando, pegando y tejiendo finísimos fragmentos de cabello, entremezclándolos con materiales de alta orfebrería, lo convirtió en una celebridad de lo más cotizada. Las refinadas piezas se usaban para recordar a los muertos, pero también como prueba de amor o amistad.
Sortija de oro con una composición floral de pelo datada en 1874.
Museo del Romanticismo, Madrid.

Tal éxito logró la joyería capilar que terminó atrayendo también el interés de los pillos. Algunos comerciantes cambiaban las guedejas que les daban sus clientes por otras de peor calidad. Al cundir la desconfianza, hubo gente que optó por la “técnica Juan Palomo”: dejaron de acudir a los especialistas y se prepararon sus propias alhajas de pelo en casa. En 1875 el peluquero estadounidense Mark Campbell publicaba un manual con imágenes en el que detallaba cómo trabajar con el preciado material que mana del cuero cabelludo. El laborioso proceso pasaba por ordenar meticulosamente los cabellos, hervirlos, trenzarlos… El “hairwork” tuvo un tirón considerable en los hogares. A diferencia de los clásicos bordados de telas, por ejemplo, permitía manejar un material exclusivo y con una potente carga sentimental: ¡pelo!
Collar con cuentas elaboradas
con cabello trenzado de 1850.
Museo del Romanticismo.
Miles de años antes de que Amelia concibiese la desafortunada sortija para Jorge III, ya se había enterrado a Tutankamon con un bucle de su abuela Tiy. Mucho tiempo después aún se seguiría dando un valor simbólico al cabello. Entre los papeles de Abraham Lincoln –conservados en la Biblioteca del Congreso de EE UU–, sin ir más lejos, hay media docena de cartas enviadas desde diferentes puntos de la Unión en las que se solicita un fragmento del pelo del presidente. ¿Raro? En 2015 se subastó un mechón del político estadounidense en Dallas por 25.000 dólares. Seis años antes otra guedeja, en esta ocasión de Elvis Presley, alcanzaba los 20.000 dólares en otra puja celebrada en Chicago. Si los pelos del Rey del Rock and Roll daban para una buena sortija es algo que no ha trascendido… Aunque, ¿quién sabe? Puede que alguno de ellos luzca ahora en un colgante o unos gemelos.
Ni EE UU, ni Francia, ni Reino Unido son, sin embargo, y por más que se empeñen, la capital de la joyería pilosa. Ese honor recae sobre la pequeña localidad sueca de Våmhus –en 2010 no llegaba a los 900 vecinos–, donde se elevó el “hairwork” casi a la categoría de religión. Desde hace dos siglos sus habitantes se dedican a la artesanía con cabello como una forma de completar los ingresos que les reporta el campo. No son los únicos. En Estados Unidos se fundó a mediados de los años 90 la Victorian Hairwork Society, una sociedad que busca mantener viva la tradición de elaborar joyas con cabello humano. Sus artesanos preservan así una moda que gozó de gran éxito durante la época victoriana, pero que fue decayendo a lo largo del siglo XX, al ritmo en que las melenas se volvían cada vez más cortas y ganaban popularidad los peinados de estética flapper y a lo garçonne.
Lejos queda la época dorada la joyería en cabello, cuando atraía la atención de los grandes próceres de Europa. De recuerdo, nos quedan hoy –entre otras rarezas– un anillo de oro que contiene pelo de Napoleón Bonaparte o una delicada miniatura del Duque de Wellington decorada con tres mechones: dos del noble irlandés extraídos en diferentes momentos de su vida –se aprecia el paso del tiempo en su color– y el tercero… de su famoso caballo Copenhaguen, a lomos del que cabalgó en la batalla de Waterloo. Ni siquiera el desdichado Carlos I de Inglaterra se libró de la cabelluda moda. Cuando en 1813 se descubrió su ataúd, más de un siglo y medio después de su ejecución, el Príncipe Regente –futuro George IV– lo abrió y tomó una serie de recuerdos, entre ellos mechones que convirtió en joyas.

Anillo de oro con un mechón de Napoleón.





En colaboración con Ad Absurdum:



Carlos Prego Meleiro, (@CarlosPrego1): juntaletras, plumilla. Periodista en Faro de Vigo y colaborador de diferentes webs de divulgación científica, como Acerca Ciencia o Mujeres con Ciencia. Antes pasé por las redacciones de El País, Radio Vigo-Cadena SER y Localia Santiago. Máster de Periodismo y Comunicación Científica de la UNED. Apasionado de la Historia de la Ciencia (y sus cotilleos). Trabajo con vistas a la ría de Vigo... tenía que decirloPuedes consultar sus artículos en el siguiente enlace.


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